He tenido la suerte de viajar a México en diferentes ocasiones. En todas ellas me he detenido en la capital, esa ciudad inagotable que siempre despierta mi interés, ya sea por un motivo o por otro. Sólo quiero recordar un pequeño detalle de mi última visita.
El caso es que quería pasar unas horas en la zona del Zócalo, la plaza principal, una de las más amplias del mundo, en la que se encuentra el Palacio Presidencial y la Catedral. Es el corazón de la historia, del poder político y eclesiástico desde la época virreinal. El que a pocos metros aparezcan los restos del Templo Mayor recuerda que también lo fue en época prehispánica.
En lugar de ir directamente en metro salí a un par de estaciones de distancia de mi destino. Es una costumbre que -si se tiene tiempo- favorece el descubrimiento y la sorpresa. Así salí a la calle y caminé por un barrio en el que nunca me había internado antes. No aparece en las guías por la sencilla razón de que no hay nada que visitar: sólo viviendas y comercios de barrio teóricamente sin gracia para los turistas.
Pero era día de mercado y había varias calles completamente tomadas por los puestos. Es una de las alegrías de los viajes el adentrarse en los mercados populares y observar la vida de todos los días. Allí se ofrece a los sentidos un concentrado de lo que tiene una sociedad viva: comida, ropa, música, enseres, conversaciones, miradas, roces. Vagué al azar por esas calles repletas de vida y después seguí con dirección al Zócalo.
Era media mañana y el momento de meter algo al estómago. En un momento encontré a una señora que preparaba tortillas en un puesto ambulante en la acera. Tenía un cubo con la masa preparada del que sacaba un puñado, lo amasaba, e incluso lo mezclaba con otros ingredientes antes de aplastarlo para darle la forma definitiva. La masa no era esa pasta amarillenta que siempre había visto en México, y parecía que la señora era una alfarera que estaba trabajando un barro de color insólito. Unos clientes esperaban las tortillas que se calentaban en la plancha.
Resultó que comían tortillas de maíz azul. Después de seis u ocho viajes a México nunca había prestado atención a esta variante de la comida fundamental del mexicano. Nunca se puede dar por conocido un lugar, mucho menos un país, sobre todo si es de la extensión, población, historia y complejidad de México.
Luego te pones a mirar y descubres que el maíz azul es uno más de la inmensa cantidad de especies de maíz que se dan en el mundo. Y que es mucho más saludable que los maíces amarillos o blancos. Un descubrimiento de la ciencia que interesará mucho a diabéticos y personas con sobrepeso.
Resulta que la comida más saludable la encontré en un puesto callejero. E ilegal. En un momento sonó la voz de alarma -llegaba la policía-, por lo que la señora y sus clientes recogimos el quiosco, lo metimos todo en un portal, disimulamos mirando al horizonte cuando pasaron los agentes, esperamos un par de minutos y sacamos todo de nuevo a la calle. Nunca olvidaré las tortillas azules con nopales ni con flor de calabacín.
Por su sabor y, también, por la emoción estética de la señora amasando. Una alfarera de tortillas en plena calle. Un descubrimiento menor, pero fue lo mejor del día.
lo amé
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