Se dice que viajar te hace asomarte a otros mundos (que están en éste), y te ayuda a relativizar lo que sabes sobre lo que se supone que es importante. También sirve para romper ideas preconcebidas. En este sentido, un viaje a Yemen es uno de los mejores viajes que se pueden emprender en la actualidad, ya que supone una cura de humildad, un encuentro con “la otra mitad” de la humanidad, el roce con mentalidades muy diferentes a la tuya. Y, de paso, con una arquitectura y unos paisajes francamente espectaculares.
Hace unos seis meses los periódicos dedicaron cientos de páginas a conmemorar el vigésimo aniversario de la unión entre la República Federal Alemana y la República Democrática Alemana. Hoy, 22 de mayo de 2010, se cumplen 20 años de la unión entre la República Árabe de Yemen (más conocida como Yemen del Norte) y la República Democrática Popular del Yemen (Yemen del Sur). El caso es similar en el sentido en que tenían regímenes políticos muy diferentes (uno de ellos comunista en ambos casos), pero me pregunto cuántas páginas de periódico se dedicarán a este aniversario (¿una o ninguna?). No voy a comparar la importancia que para Europa tuvo la unificación alemana con la yemení seis meses después, sólo quiero destacar el desconocimiento que tenemos sobre la realidad que vive “la otra mitad” de la humanidad. Para ellos sí les cambió la vida. No sé si lo celebrarán con ganas e ilusión (lo dudo), pero es algo que ha sucedido y que ha influido en la vida de muchos millones de personas.
Tenemos la imagen de Yemen como país muy peligroso. Que te comen crudo en cuanto pones el pie en ese país. Es cierto que ha habido secuestros e incluso asesinatos de turistas extranjeros, y de hecho dos alemanes fueron liberados durante mi estancia en el país. Ahora el turismo está bajo mínimos en Yemen, y durante un día de paseo por Sanaa -la capital, con uno de los conjuntos arquitectónicos más espectaculares, sorprendentes y hermosos del mundo- apenas me he cruzado con una docena de extranjeros. Pero puedo decir con absoluta sinceridad que todos parecían muy relajados y que pocas veces me he sentido tan tranquilo y seguro al pasear solo por una calle, de día y de noche, con mi cámara al cuello, como estos días en Sanaa. Hablé con decenas de yemeníes y sólo encontré simpatía, buenos modos, curiosidad sincera y sonrisas.
Desde Sanaa, por fin llegué a la isla de Socotra. Un fin del mundo, donde se encuentran una flora y una fauna únicas. Un paisaje de fábula -montañas, playas, cuevas, bosques de “árboles de sangre de dragón”- apenas visitado por gente de fuera de la isla. El domingo pasado acampé al borde de un precipicio que se hundía cientos de metros, a la sombra de dos árboles de sangre de dragón. Aunque pueda parecer imposible, allí no importaba nada quién ganaría la Liga. Sí, hay otros mundo, aunque estén en éste. Sólo hay que salir a buscarlos.