Después de pasar unos días en Cuzco había hecho un par de excursiones por los alrededores -a Colloriti y el Camino Inca a Machu Picchu-, y entonces volví a la antigua capital incaica. Una vez más regresé a mi restaurante favorito, pero ni el servicio ni la comida era tan buena como unos días antes. Se lo comenté al dueño, que parecía no estar de muy buen humor.
-No me hables. He despedido a todos los trabajadores. Desde que empezó el Mundial se pasan la tarde viendo partidos por la televisión, luego la noche bebiendo cerveza y comentando las jugadas, y por la mañana están durmiendo pasando la borrachera. Por la tarde vuelven a empezar. No puedo hacer nada. Esto es la ruina.
Días después volé a Puerto Maldonado. Estaba una tarde en el embarcadero haciendo una foto a un precioso barco de madera, de esos chatos y con una cabina en lo alto, de los que recorren estos afluentes del Amazonas, cuando se me acercó una persona.
-Bonito barco, ¿verdad? Seguro que te gustaría navegar con él por el Madre de Dios. Pues es mío, te invito, salimos mañana. Tardaremos dos días en llegar a Riberalta, desde donde podrás llegar a la frontera con Brasil.
Entonces no sabía que lo de “tardaremos dos días en llegar a Riberalta” era una figura retórica emparentada con la mentira. Pasamos diez días por estos ríos, afluentes de afluentes de afluentes de afluentes del Amazonas, que si recogiendo cargamentos de castaña de Brasil, que si comprando látex a los siringueiros, que si vendiendo pilas a los habitantes de la selva. Las pilas son artículo de lujo en la Amazonia, por lo que en el barco sólo se ponía la radio para seguir una radionovela. Nada de partidos. Cuando me enteré de lo de los cuatro goles de Butragueño a Dinamarca ya era un hecho legendario. Todo el mundo sabía donde había estado en ese momento, menos yo, que no me enteré de nada.
Al final llegué a Riberalta (ya en Bolivia), y de allí a Guayaramerín, en la frontera con Brasil. El puesto fronterizo estaba vacío, por lo que tuve que contratar a una moto-taxi para recorrer el pueblo en busca del oficial. Fuimos a su casa donde su mujer nos dijo que no sabía dónde estaba. Recorrimos los locales de alterne hasta dar con él. Le di mi pasaporte, el moto-taxista lo llevó al puesto a que me lo sellara y yo me quedé al cuidado de las chicas del bar. No hubo tiempo para nada porque a los pocos minutos estaba de vuelta ansioso de continuar su tarea pendiente.
Yo salté a una barca para cruzar el río Mamoré y llegué a Guajara-Merím, en Brasil. El policía no me quería dejar pasar, estaba de mal humor y le buscaba pegas a todo, pero tras contarle una bonita historia me puso el sello de entrada. Recuerdo que cené en un sitio que parecía un velatorio. Era mi primer viaje a Brasil y me pregunté si era éste el país de la alegría, de las ganas de vivir, de la sonrisa perpetua.
En el autobús nocturno a Porto Velho me enteré de que la víspera Brasil había sido eliminada por Francia del campeonato mundial de fútbol. Era un día de luto nacional.
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