Unos días después tomé el tren en Nys (en Yugoslavia) con destino a Estambul. Atravesé una parte de Bulgaria como un pachá tirado en los asientos como único pasajero de un compartimento de ocho. Al llegar a la estación de Sofía, unos pasajeros que iban a subir al tren vieron que había sitio en mi compartimento y empezaron a meter bultos por la ventanilla. Era una familia iraquí -la madre, un hijo adolescente y una niña de unos ocho años-, que ocuparon todo el espacio disponible con su voluminoso equipaje.
Nos adentramos en la noche búlgara en el expreso nocturno. Night train to Istambul. Yo veía que me miraban con atención y que hablaban entre ellos sobre mí. Al final se animaron y me dijeron que querían comprarme la camisa, que le gustaba mucho al chaval. Les respondí que no podía venderla, que era un regalo.
-Pero tengo unos vaqueros que te pueden interesar.
Les pareció bien la idea. Las dos mujeres cerraron los ojos y se los taparon con las manos para no ver al hijo/hermano en calzoncillos probándose los pantalones.
De vez en cuando lo pienso. Qué tiempos, en los que una familia iraquí, normal y corriente, viajaba por Europa. Como las familias de cualquier otro país. Nunca más, desde entonces, he visto a un iraquí normal y corriente viajando feliz por Europa.
Pocos días después, ya en Grecia, me enteré de que había empezado la guerra entre Irán e Iraq. Una de las muchas guerras desastrosas y sin sentido del siglo XX. Anteayer hizo 30 años exactamente de ese momento. Un tupido velo nos impide recordarla.
Los libros de historia y las crónicas periodísticas nos hablan de cantidades de muertos, de heridos, de desplazados, y nos perdemos. No vemos las caras, no podemos identificar a ninguna madre, a ningún niño. Desde hace treinta años yo identifico la guerra entre Irán e Iraq, y todo lo demás que ha pasado en Iraq, con esa familia, y pienso qué habrá sido de ellos.
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