La última noche que pasé en una casa comunal había bastante animación. Se celebraba una boda, así que había mucha gente, comida abundante, algo de bebida y caras alegres. Me invitaron a comer.
Cuando terminó la cena empezó una animada discusión entre algunas personas. El caso es que a medida que pasaba el tiempo la animada tertulia se iba convirtiendo en lo que se podría definir como una agria discusión. No hacía falta saber ningún idioma para darse cuenta de que había algo que no iba bien.
El guía me resumió la situación: no se ponían de acuerdo en el precio de la dote. ¡Resulta que habíamos estado deleitándonos con el banquete de una boda que todavía no se había celebrado! Y la cosa tenía muy muy muy mala pinta.
Estuvieron negociando una media hora más. El resultado fue desastroso: no había acuerdo. Pedí un nuevo resumen de la situación: la diferencia entre lo que se pedía y lo que se ofrecía era de 150.000 rupias. Mucha pasta, me dijo el guía.
Hice un cálculo rápido. ¡La boda se iba al traste por 12 euros!
Y había muy malas caras. La situación podía degenerar en cualquier momento. ¡Ah, el amok! ¿Y si les daba un ataque de amok, tan corriente en estas tierras?
Por otra parte, me planteaba qué hacer. ¿Dejaba que la situación se desarrollara como si yo no estuviera presente, no interfiriendo de manera alguna, como si fuera un antropólogo inocente e invisible que no modifica la sociedad que observa? ¿O, por el contrario, aportaba 12 miserables euros a la dote y solucionaba un marrón?
Miraba a los novios compungidos y estaba sacando la cartera cuando, de repente, en un momento, se solucionó todo. Habían llegado a un acuerdo. La familia del novio subía la dote. Todos felices.
P.D. La chica de la foto es la hija del señor a cuyo cargo estaba en el pueblo. En cuanto alcanzó la pubertad fue entregada en matrimonio a un joven de la zona que -dado que ésta era la chica más guapa del pueblo- ofreció una sustanciosa dote. ¿Qué hizo el padre (probablemente viudo) con tanto dinero? Pues lo usó para pagar la dote y casarse en segundas nupcias con una chica que podía ser su hija. Ambos, el padre y la hija, vivían juntos con sus respectivos cónyuges en una habitación de dos por tres metros (dos camastros de un metro de ancho y un espacio de otro metro en medio) que daba al patio. Yo elegí dormir en el patio de la casa comunal a pesar de que volvió a animarse el sarao tras el acuerdo matrimonial.
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