Canal Beagle. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Pues no, Ushuaia no es, ni mucho menos, el fin del mundo. Este puerto es, sin embargo, el lugar en el que embarcar hacia el verdadero último confín de la tierra: la Antártida.
Pocas veces en mi vida he sentido una emoción semejante a la que me
asaltó en el muelle de Ushuaia al saltar al MS Fram, el barco de Hurtigruten que me llevaría hasta el continente helado. En ese momento se materializaban muchas ilusiones, cientos de horas de lecturas, y me resarcía de varias frustraciones, de más de un intento fallido.
asaltó en el muelle de Ushuaia al saltar al MS Fram, el barco de Hurtigruten que me llevaría hasta el continente helado. En ese momento se materializaban muchas ilusiones, cientos de horas de lecturas, y me resarcía de varias frustraciones, de más de un intento fallido.
Hay mucha emoción al salir del puerto y enfilar por el canal Beagle, esa gran avenida por la que navegas como casi por ninguna otra en todo el mundo, porque sabes que, en cuanto salgas a mar abierto, te enfrentas a algunas de las aguas más traicioneras del planeta. Antes, en algún momento, en la penumbra del final de la tarde, distingues por la amura de estribor las luces de Puerto Williams, al borde del canal y con el telón de fondo de las crestas vertiginosas de los Dientes de Navarino. Las últimas luces.
Canal Beagle. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Cayó la noche, y con ella la oscuridad más absoluta, la que se vive en el océano. No llegué a distinguir en esa negrura la silueta del cabo de Hornos.
Todo el día siguiente fue de navegación hacia el sur del sur a través del mar de Hoces, el que casi todo el mundo conoce como pasaje de Drake y que separa el extremo meridional de América del Sur del continente antártico. Fueron 36 horas de navegación a través de la nada. Aquí confluyen las aguas de los océanos Atlántico y Pacífico, y este mar es temido entre los marinos del mundo entero.
Pasaje de Drake. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Hubo un momento, después de navegar y navegar por este mar oscuro e inabarcable, cuando viví lo que acababa de leer horas antes en El fin de la Tierra, un libro de Peter Matthiessen: vi mi primer albatros. No es ninguna tontería, ya que el albatros errante es el ave de mayor envergadura del planeta, de la que se dice que es capaz de volar miles de millas durante cinco años sin posarse jamás. Y recordé en lo que acababa de leer, la frase exagerada de Robert Cushman Murphy en el libro de Matthiessen: “Ahora pertenezco a un culto superior de mortales, pues he visto el albatros”.
El albatros es una imagen recurrente en las descripciones de viajes por el océano antártico o por los mundos interiores fríos que este mar puede representar. Pero el albatros es, en general, un buen augurio. Edgard Allan Poe escribió en Narración de Arthur Gordon Pym (traducción de José Antonio Gurpegui): “La oscuridad ha aumentado materialmente. Sólo la modifica algo el resplandor del agua reflejada en el blanco velo que se extiende ante nosotros. Unas aves gigantescas de color blanco muy pálido vuelan incesantemente, saliendo de detrás de aquel velo, y su grito es el eterno ¡Tekeli-li! al huir de nosotros”.
Pero cuidado, no hagamos mal al albatros. Recordad la Rima del anciano marinero de Samuel Taylor Coleridge (traducción de José María Valverde):
¡Dios te salve, oh anciano marinero
de los demonios que te acosan tanto!
¿Por qué me miras así? Con mi ballesta
yo derribé al albatros.
Y la desdicha se abatió sobre el barco.
Una parte del mundo mítica como pocas. Navegar por ahí y llegar a la Antártida es uno de mis viajes pendientes. La primera foto es brutal.
ResponderEliminarTanto y tan vacío, uno seguro que se siente pequeño ante tanta naturaleza.
ResponderEliminarEs un viaje que todos tenemos en mente.
El viaje a la Antártida es de aquellos que persigues durante muchos años; sigo persiguiéndolo. mientras tanto alimento el sueño de crónicas como esta.
ResponderEliminarImpresionante.
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