Leh. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
En contra de todos los consejos y del sentido común, el día de mi llegada a Leh emprendí el ascenso al fuerte de Tashi Namgyal. El camino sale de los arrabales de la capital de Ladakh y trepa por una montaña empinadísima. El aire es fino en Leh, sobre todo si esa mañana has amanecido en Delhi y has tomado el avión que cruza la barrera del Himalaya en poco más de una hora y te deja en las alturas sin darte tiempo material a adaptarte.
Pero despacio, muy despacio, parando cada pocos pasos, subí lo que parecía una cuesta interminable y alcancé la cima. Allí, las ruinas del fuerte y el templo de Maitreya se alzan como unas minúsculas muestras del ansia del hombre por llegar a lo más alto.
El esfuerzo vale la pena porque desde este balcón se domina perfectamente toda esta parte del valle del Indo, que en esta zona define el Ladakh central. Me senté y, cuando conseguí estabilizar la respiración, pude entretenerme en descifrar el paisaje. El río corría al fondo del valle, como una delgada cinta de plata. En algunos lugares, a sus orillas, había algunas manchas de verde, pero todo lo demás era puro desierto de roca. A la derecha se veían las cumbres del macizo de Ladakh, y a la izquierda, las del Zanskar, que rodean este mundo recóndito, casi perdido entre las montañas y el cielo. Las primeras forman parte del Karakorum, y las segundas del Himalaya, por lo que es fácil sentirse aquí en un lugar especial, justo donde se encuentran las dos cordilleras más poderosas del planeta. Con un poco de atención descubrí, desperdigados aquí y allá en este paisaje lunar, las siluetas de los gompas, los monasterios budistas que durante siglos han servido de centro espiritual de la cultura tibetana. Justo debajo de mí, en lo que parece un oasis, en una especie de valle lateral, se extendía Leh, la pequeña capital de Ladakh.
Leh. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
Desde Leh se han controlado las rutas caravaneras que cruzaban este valle, zona de paso inexcusable para muchos de los ramales de esa intrincada red que, en el siglo XIX, Richthofen, un geógrafo alemán, bautizó como la Ruta de la Seda. Durante muchos siglos por aquí pasaron comerciantes del Tíbet, del Turkestán, de China, de Cachemira, y en sus cargamentos habría seda, pero también oro, té, algodón, especias, índigo, almizcle, brocados, que iban cambiando de mano de un valle a otro hasta alcanzar lejanos mercados. Con ellos también viajaban las ideas y las religiones. Así, en el siglo VII llegó hasta Ladakh el budismo, que asumió las antiguas creencias de la religión chamanista bon y algunos elementos tántricos hindúes. Todo ello es posible ya que aquí ha imperado la forma mahayana de budismo que, a diferencia de la theravada, permite incorporar dioses de otras religiones como bodhisattvas, es decir, seres iluminados que rechazan el nirvana y pueden renacer una y otra vez en este mundo para ayudar a los demás a alcanzar la iluminación.
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