lunes, 15 de agosto de 2011

El viaje

Embarcando para... Foto: Ángel M. Bermejo (c)




"... he salido de mi patria, para embarcarme en la nave, y que quede en mi lugar la fama noble del que partió."

Apolonio de Rodas, El viaje de los Argonautas, traducción de Carlos García Gual, Editora Nacional, Madrid 1975.

lunes, 8 de agosto de 2011

Himalayan Homestays en Ladakh

Quiero terminar la serie sobre Ladakh destacando la importancia de Himalan Homestays.


A lo largo de los años he hecho diferentes trekkings en distintos países del mundo, y las caminatas por Ladakh figuran entre las más memorables. Y no sólo por la indudable espectacularidad de los parajes por los que pasé. Tiene que ver, sobre todo, con la opción que elegí que fue hacer una caminata de varios días alojándome en las casas acogidas a esta iniciativa.

La idea es simple: llegamos los extranjeros en busca de emociones, experiencias, etc., a un lugar apartado, las tenemos, nos vamos, y los habitantes del lugar, muchas veces gente muy pobre, se queda viéndonos pasar y nada más. A veces incluso se quedan con nuestra basura. Éste es un tema sobre el que habría que pensar seriamente todos los que de una manera u otra trabajamos en los sectores de los viajes y el turismo. Nuestros viajes tienen que suponer una ventaja para los lugares que nos reciben. Algún beneficio tiene que quedar. Si no es así, algo está fallando.

En lugares muy remotos y con ecosistemas muy frágiles, la llegada de unos pocos cientos de visitantes puede arruinar un paraje. Ladakh es un lugar que corre este peligro.

Si te pones a caminar, llegas a una granja remota, pasas por un campo, y no dejas nada, estás dejando malestar, estás molestando con tu paso. Tú disfrutas, pero la gente no.




La iniciativa de Himalayan Homestays trata de unir ambos ideales: unas vacaciones interesantes, instructivas, que despejan la mente, con algún beneficio económico para los pobres campesinos por cuyas casas pasas.

La idea es muy sencilla. Contratas una excursión, sales de Leh, y con un transporte llegas al punto de inicio de la caminata. Empiezas a caminar y esa tarde llegas a una granja en mitad de la nada donde puedes cenar, dormir y desayunar. Y, lo que es más importante, puedes conocer algo de la vida de esa familia que vive ahí. Luego te dan algo para comer que te llevas. Así caminas todo el día y llegas por la tarde a otra casa, y se repite la jugada: cenas, duermes y desayunas allí, y te dan la comida para el día siguiente. Y así sucesivamente. La cuestión, oh milagro, es que ellos ganan algo con esta jugada, no se convierten en meros espectadores de tu paso. El turismo, los viajes, pueden aportar algo a sociuedades frágiles y apartadas si se hace bien, con organización, con modestia y con ganas.

jueves, 4 de agosto de 2011

Ladakh, trekking con Himalayan Homestays

Ladakh. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Por fin llegó el momento de abandonar Leh, las carreteras y los grandes monasterios para emprender el camino de los valles estrechos, de los altos collados, de las aldeas aisladas. Con un guía me adentré en el Ladakh inmutable, al que nunca ha llegado ningún coche, el que pervive lejos del mundo. El primer día, después de muchas horas de ascenso siguiendo el curso de un río, a más de 4.000 metros de altitud, en una mínima planicie, llegamos a Yurutse. Es una casa solitaria en la que vive una familia gracias a un campo de cebada y un rebaño de cabras. Pasamos la noche con ellos, compartiendo su comida y varias tazas de gur gur en la amplia cocina que es el centro de la vida familiar. Un bebe dormía plácidamente junto al fuego.

Ladakh. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Durante cuatro días caminamos hasta Chilling alojándonos en granjas aisladas en las que las familias llevaban una vida austera, perfectamente adaptada al mundo natural que las rodeaba. Las casas ocupaban siempre los lugares que no son propicios para la agricultura, y son pequeñas fortalezas en las que es posible resistir los embates del frío y de un posible enemigo.
En los collados siempre había ristras de banderolas devocionales de cinco colores, que el viento movía permanentemente al tiempo que llevaba las oraciones escritas en ellas más allá de las montañas. Alguna vez nos cruzamos con pastores solitarios que guardaban rebaños de cabras, o con monjes que venían de cumplir con algún ritual en alguna lejana aldea.

Ladakh. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Siempre que pasábamos junto a una pared de mani o un chorten lo dejábamos a nuestra derecha, según la costumbre local. Los chortens son monumentos religiosos que señalan lugares sagrados o tumbas de hombres santos y sirven para espantar a los malos espíritus. El cuarto día cruzamos el río Zanskar en una cesta que se desliza por un cable tirado de orilla a orilla para llegar a Chilling, un pueblo en el que todavía hay herreros y forjadores que mantienen vivas antiguas tradiciones.

Ladakh. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

En Chiling nos esperaba un mulero y un cocinero con una recua de borricos para continuar la segunda parte de nuestro recorrido por una zona en la que no hay ni siquiera esas casas solitarias en las que nos habíamos alojado las noches anteriores. Al día siguiente subimos hasta el paso de Konzke La, de 4.900 metros, y continuamos el camino hacia Lamayuru, tal vez el monasterio más antiguo de Ladakh. Cuatro días más de camino entre la tierra y el cielo, entre campos de cebada y chortens, cruzando ríos y superando collados adornados con banderolas, recibiendo un cálido ¡yulé! al cruzarnos con un pastor, con un monje, con un agricultor. Durante todos esos días tuve la sensación de que muchos buscan el mítico Shangri-La en Ladakh porque aquí los hombres y las mujeres parecen vivir en orden con el mundo natural y con el sobrenatural.



lunes, 1 de agosto de 2011

Ladakh, por los alrededores de Leh

Buda en el palacio de Shey. Ladakh. Foto: Ángel M. Bermejo (c)


Un día emprendí una ruta que me llevó a remontar el Indo, y así llegué al palacio de Shey, que durante un tiempo fue la residencia de los reyes de Ladakh, antes de que se trasladaran a Leh. Allí encontré el buda de bronce más grande de todo el reino. Un poco más allá, subí hasta el gompa de Stakna, que corona un montículo desde el que se domina el perfectamente el curso del Indo. Luego crucé el río y me adentré en un valle lateral en busca del monasterio de Hemis, tal vez el más importante de Ladakh.
Cuando me acercaba encontré una inmensa pared de mani. Las mani son unas piedras planas en las que aparecen grabadas oraciones y que, amontonadas, forman una especie de anchos muros que suelen estar situados cerca de las aldeas y los monasterios. El peregrino siempre debe tenerlas a su derecha cuando pasa junto a ellas. En Hemis me perdí por sus estancias y al azar de mi paseo encontré su biblioteca, donde dos monjes ponían orden entre cientos de libros impresos sobre hojas hechas con pasta de corteza de árboles y que se guardan entre tapas de madera envueltos en brocados de seda. Eran los guardianes de la sabiduría.

Skatna. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Otra mañana muy temprano me acerqué al monasterio de Tikse, que desde lejos parece una copia del Potala de Lhasa, para asistir a la puya, un acto litúrgico en el que decenas de monjes se reúnen para entonar cánticos y oraciones. En la oscuridad del amanecer había una extraña atmósfera de concentración que contrastaba con la actitud de los novicios. Algunos eran niños pequeños, para los que la puya no podía ser algo muy distinto de un juego. Además iban de aquí para allá sirviendo gur gur,  té sazonado con mantequilla de yak y sal que ofrecían tanto a los monjes que estaban inmersos en sus cantinelas como a los visitantes que, desde un rincón, seguíamos la ceremonia, deslumbrados por las pinturas que adornaban las paredes, por el sonido del gong, por la melopea de las oraciones. El gusto fuerte, extraño, grasiento del gur gur para mí será siempre el sabor de Ladakh.

Ladakh. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Otro día, desde Leh emprendí la ruta del Indo aguas abajo. Pasé junto a la confluencia del Zanskar con el Indo, el choque de dos colosos de aguas de diferente color que durante un trecho corren paralelos sin mezclarse del todo. En el monasterio de Alchi, tan escondido que no sufrió los saqueos de los conquistadores del valle, descubrí el mayor tesoro de pinturas murales de Ladakh. Es un prodigio de arte y espiritualidad que permaneció prácticamente desconocido hasta hace muy pocas décadas. En Basgo, sin embargo, encontré las ruinas de un complejo monástico destruido por la guerra, el abandono y el tiempo. En todos estos lugares era recibido por los monjes con un sonoro "¡yulé!", el saludo de bienvenida en estos valles de piedra áspera pero corazón amable. En todos hacía girar los cilindros que flanquean los caminos y son como campanas que dejan flotando en el aire un tintineo dulce y persistente.