Durante varios años practiqué el montañismo de forma más o menos continuada. Gredos, el Moncayo, los Picos de Europa y los Pirineos fueron mis destinos hasta que, por fin, fui a los Alpes en mi primer viaje fuera de España. Hablo de hace muchos años. De esos tiempos prehistóricos me queda el gusto por caminar por la montaña.
En esos tiempos lejanos Reinhold Messner se empeñaba en su tarea heroica de conquistar todas las cumbres de más de 8.000 metros que hay en el planeta. En casa, César Pérez de Tudela era el montañero más conocido, aunque ni mucho menos el único que alcanzaba cimas importantes. Pero por encima de todos ellos sobrevolaba siempre la leyenda de un alpinista que se había retirado muchos antes. Me refiero a Walter Bonatti, un italiano que había sobrevivido a pruebas de resistencia sobrehumanas en las alturas del K2, que había abierto vías de escalada que hasta entonces parecían imposibles. Dio su nombre al pilar Bonatti de la Aiguille du Dru, que escaló en solitario; igual que la cara norte del Cervino/Matterhorn, que además realizó en invierno. Y muchas otras más. Lo curioso es que se había retirado de la escalada varios años antes de yo naciera, pero su fama perduraba décadas después. Su filosofía le hacía acercarse a las montañas con el menor equipo técnico posible. Para muchos era el mejor escalador de la historia. Cuando dejó la montaña inició su carrera de periodista. Viajó por el mundo, escribiendo y fotografiando sus aventuras, ya no en las altas cumbres, sino en selvas, islas lejanas y volcanes. Aunque parezca increíble en el momento actual de la prensa, en los años 70 esos reportajes se publicaban en España en Blanco y Negro (el suplemento dominical de ABC) y en la Gaceta Ilustrada. Recuerdo perfectamente dos reportajes suyos de Indonesia: uno sobre Tana Toradja (en la isla de Sulawesi, que entones se llamaba Célebes) y otro sobre los lagos de colores de Keli-Mutu (en la isla de Flores). Éste último todavía lo conservo. Los leía a la salida del colegio, en una época en que tenía una pierna escayolada y tenía que esperar dos horas a la salida de clase a que pudieran venir a recogerme.
Fue en esa época, cuando tenía 16 años, en que decidí dedicarme a esto de viajar y contar lo que encontraba. Como lo hacía Walter Bonatti. Ese tipo de historias, en ese tipo de lugares. La primera vez que fui al Sudeste asiático mi objetivo inconfesable era Tana Toradja, pero acabé en Borneo. Unos años después llegué a mi destino.
Este verano, cuando estaba en Georgia y había alcanzado la parte alta de Svanetia, un valle perdido del Cáucaso (un lugar al que quería ir desde hace 12 años), pensé que tenía que plantearme otro objetivo viajero. Y me acordé del reportaje de Bonatti sobre los lagos de colores de Keli-Mutu.
Otro reportaje suyo que conservo es sobre las fuentes del Amazonas.
Ahora nadie hace reportajes de esta clase. Bueno, afortunadamente siempre hay excepciones, como mi amigo Jordi Busqué, que acaba de llegar a las fuentes del Amazonas en un viaje que inició en su desembocadura. Ahora queda esperar que un medio importante le publique la historia. Tuve ocasión de conocer a Walter Bonatti (de saludarlo) en abril de 2008, cuando la Sociedad Geográfica Española le concedió uno de sus premios.
En esa ocasión pronunció unas palabras que terminaban así: “Y, ¿no es verdad que el aspecto más fascinante de las cosas se encuentra precisamente en el reflejo del sueño que las propias cosas alimentan? Los grandes silencios han sido justamente los que más han logrado seducir a mi imaginación. Ahora más que nunca estoy convencido de que la vida de una persona tiene sentido solamente si se vive con todo aquello que se lleva dentro. Porque es justamente ahí, en la mente y en el sentimiento –o sea, en el principio vital propio de la persona–, donde se pueden crear y vivir los verdaderos espacios”.