lunes, 12 de septiembre de 2011

12 de septiembre de 2001

(continúa del post anterior)



El 12 de septiembre de 2001 fue un día soleado en el sur de Sicilia. La mañana era cálida y luminosa, así que me di un paseo por las instalaciones de la granja antes del desayuno. Encontré a uno de los dueños y empezamos a hablar. Tenía varias vacas, y lo que a él le importaba de verdad explicarme era que en Italia no había habido ningún caso de vacas locas. Después de intentar chapurrear e diferentes idiomas él llegó a la conclusión de que el siciliano se parece mucho más al castellano que el italiano, así que me dijo que yo le hablara a él en castellano, que él me respondería en siciliano y que seguro que nos entenderíamos perfectamente.


Al cabo de un buen rato me dijo algo de Nueva York. Le respondí que no sabía a qué se refería. Entonces empezó una delirante descripción en siciliano de todo lo que había pasado el día anterior. La narración se acompañaba de todo el aparato gestual siciliano: la cara, las manos, el cuerpo entero participaba en ella.


Es decir, que me contaba un hecho que había conmocionado al mundo, entre gestos, junto a las vacas que no estaban locas.


Pensé que su teoría sobre las similitudes entre el siciliano y el castellano estaba muy equivocada ya que él me contaba algo y yo, evidentemente, estaba entendiendo otra cosa completamente distinta. Algo diferente porque estaba claro que lo que yo entendía no podía ser la realidad.


También pensé que yo tenía el cerebro podrido. ¿Cómo, sino, este señor me podía estar contando una bonita historia sobre Nueva York y yo pensaba que unos aviones se habían estampado contra varios rascacielos? No debía ver más cierto tipo de películas.


Cogí el coche y me fui. Paré en Palazzolo Acreide y entré en una tienda de cerámica. La dependienta estaba mirando detenidamente el televisor así que yo también miré. Y allí estaba lo que todos sabemos, repitiéndolo una y otra vez. Lo que yo había pensado que era fruto de mis sueños más desquiciados era verdad: los aviones, los rascacielos a los que había subido pocos años antes, los desplomes, el polvo la gente huyendo hacia no se sabe donde .


Recuerdo que más tarde, cuando iba conduciendo, en un momento tuve que parar porque el impacto había sido tan fuerte que los aviones me venían a la mente con mucha más fuerza que la carretera que tenía ante mí.

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