Peregrinación al santuario del Señor de Qoyllur Rit'i, Perú. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
Es de noche y subo por un sendero que enfila directamente hacia las nubes, remontando la cuesta al borde de un abismo sin fondo. La luna casi llena ilumina un paisaje poderoso, sobrecogedor, en el que se adivinan sombras de grupos de peregrinos, todos con el mismo destino. Hace un frío de muerte en estas alturas desoladas de los Andes, y se hace difícil respirar, parece que el aire no te llena los pulmones. Se oyen voces, letanías confusas, los acordes lejanos de algún instrumento musical, y todo crea una atmósfera peculiar, insólita, que parece de otro mundo. Vamos subiendo desde Mahuayani hasta la pampa de Sinakara, donde se encuentra la ermita del Señor de Qoyllur Rit'i para participar en la gran romería del glaciar, uno de los rituales más espectaculares que se celebran en Perú.
Es un momento único. Durante todo el año, Mahuayani no es más que un minúsculo asentamiento al borde del camino que desciende, entre curvas pavorosas, desde Cuzco hasta Puerto Maldonado. De los altos valles andinos a lo más profundo de la selva oriental peruana. Lo más probable es que el que recorra esta pista pase de largo, olvidando enseguida su pobre existencia de barracas escondidas en la ladera. Sin embargo, durante unos pocos días al año, la agitación producida por el paso de decenas de miles de personas altera la calma casi perpetua de este poblado.
Al llegar allí, a las diez de la noche, el caos de cientos de personas moviéndose casi en completa oscuridad indica que se trata de uno de estos días señalados. Los peregrinos vienen de Quispicanchis, de Paucartambo, de Canchis, caminando por veredas de vértigo o amontonados en camiones y autobuses desvencijados, dispuestos a ascender al santuario del Señor de Qoyllur Rit'i, la Estrella de las Nieves en idioma quechua. Y también, a los glaciares de lo rodean.
Son los días fríos de junio, el comienzo del invierno austral, cuando la luz dura pocas horas y parece que la noche se adueña lenta pero inexorablemente de la tierra. La fiesta del Corpus es aquí la del solsticio de invierno, y en estas latitudes, en las que siempre se ha adorado al Sol, éste es un momento trágico. Parece que se muere irremisiblemente.
Incluso aunque se llega a Mahuayani por la pista, el camino no me ha sido fácil. Han sido dos días de viaje desde Cuzco, saltando de autobús a camión, e incluso un tramo en una furgoneta de unos misioneros españoles que encontré en Urcos. Parece que todo el mundo va en peregrinación, que compartimos un mismo objetivo, y desde el principio me siento partícipe de algo especial.
Son varias horas de lenta subida hasta la pampa de Sinakara, donde los peregrinos acampan durante varios días. Doce kilómetros que se hacen eternos. Al llegar quedan pocas horas para el amanecer, pero la actividad es frenética en este campamento. Son miles y miles de personas -quizás 30.000, tal vez 60.000- las que se mueven, las que quieren entrar en el templo, las que bailan, las que se acurrucan debajo de unos plásticos para protegerse del viento, las que pretenden vencer con coca, con alcohol o con un té el frío que corta como una navaja.
Peregrinación al santuario del Señor de Qoyllur Rit'i, Perú. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
Es increíble encontrar en un lugar semejante un espectáculo como éste. El frío se siente en los huesos y pretendo aplacarlo con unos tragos de té hirviente con pisco. Pura dinamita, pero efectiva. Luego busco refugio en la ermita, donde miles de velas han estado prendidas durante todo el día. La temperatura es agradable, pero el aire es casi irrespirable. Encuentro un hueco en lo alto del coro donde extender el saco, pero no se puede pensar en dormir, porque toda la noche es un pasar incesante de peregrinos. Veo las caras de bronce de los peregrinos iluminadas por las velas, surgiendo de las sombras. Algo me dice que no han venido hasta aquí sólo para orar ante unos cirios.