Nuku Hiva, Islas Marquesas. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
Un amanecer, en el puerto de Taiohae —la capital de las Marquesas—, un pescador limpiaba las escamas de unos peces de color rosa. Le miré con curiosidad y él me devolvió la mirada. Me preguntó si quería conocer la cascada de Vaipo, en Hakaui, la más alta de Nuku Hiva y de todas las Marquesas. Evidentemente, le dije que sí. 'Salimos dentro de una hora', respondió, y siguió limpiando el pescado.
En verdad que no hay nada como viajar con flexibilidad y estar dispuesto a coger al vuelo las oportunidades que te da la vida. Y allí estaba, un rato después, sin haberlo previsto, subido en una lancha abandonando la bahía de Taiohae. Pasamos entre les Sentinelles, “los Centinelas”, dos rocas puntiagudas que parecen guardar la entrada al puerto, y salimos a mar abierto. Luego bordeamos la costa hacia el oeste. El agua me salpicaba la cara y me sentía muy contento.
Nuku Hiva, Islas Marquesas. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
Hacia estribor se levantaba una costa escarpada y, más allá de la primera bahía, justo a la salida de Taiohae y a la que se puede acceder por un camino, el resto del litoral es completamente inaccesible por tierra. Son poco más que barranqueras que se desploman desde lo alto de la montaña. Al cabo de una media hora entramos en otra bahía profunda, la de Hakatea. Igualmente está aislada del resto de la isla por unos precipicios infranqueables, pero aquí hay un valle profundo que penetra bastante hacia el interior de la isla. Un mundo completamente separado del resto de Nuku Hiva, que está a su vez separada del mundo.
Nuku Hiva, Islas Marquesas. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
Dos radas aparecieron al fondo de esta bahía profunda. El resto son precipicios. Dos o tres veleros flotaban tranquilamente en estas aguas claras y protegidas. Saltamos a la playa, tomamos el macuto y emprendimos la caminata para adentrarnos en un valle bordeado por crestas tan altas y afiladas que está completamente incomunicado por tierra del resto de la isla. Pero incluso en este lugar apartado hay huellas de un pasado lejano y caminamos por una vereda pavimentada con grandes piedras, recuerdo de un pasado esplendor. Pasamos junto a varias plantaciones de guayabas, mangos, bananas y limas. Encontramos un río y lo seguimos en busca de sus fuentes. En un momento el camino se internaba en un bosque de hau, el llamado hibisco de playa, que crece también en el interior, a considerable altitud. Cruzamos el río en un par de ocasiones, con el agua hasta las rodillas.
Nuku Hiva, Islas Marquesas. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
A cada paso que dábamos nos adentrábamos en un mundo más aislado, más remoto, más solitario. Poco a poco el ambiente se hacía más extraño y misterioso —sobre todo cuando dejamos atrás la zona de las plantaciones, trabajadas por los miembros de la única familia que vive en este valle— y parecía que entráramos en las Marquesas que pudieron ver los navegantes del siglo XIX.
Nuku Hiva, Islas Marquesas. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
Atravesamos un extraño bosquete de kohe, el bambú polinesio, y poco más allá otro de ihi, el castaño de Tahití, de gruesos troncos centenarios. El lugar transmitía una sensación extraña, y me sentía verdaderamente muy lejos del mundo. No había horizonte, caminábamos por un estrecho desfiladero de paredes de más de 600 metros de altura, casi siempre cubiertas por una tupida vegetación. Mi guía me preguntó si quería ver un paepae. No sabía lo que era, pero le dije que sí. Nos desviamos del camino apenas marcado para culebrear entre unos ihi, y sólo se oía el ruido de nuestras pisadas sobre un lecho de hojas secas. Y allí la encontramos, una plataforma que en algún momento sirvió como base para un centro ritual. El centro ritual más remoto de una de las islas más remotas del planeta. En el bosque apenas penetraba la luz y la atmósfera era embriagante. No sé lo que sentirán los exploradores que encuentran los restos de una ciudad perdida pero, para las modestas expectativas de una excursión de un día, estar allí era algo fabuloso.
Nuku Hiva, Islas Marquesas. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
Seguimos caminando y, a la vuelta de un recodo, distinguimos la parte superior de la cascada que buscábamos. Nos adentramos por un cañón estrecho y sinuoso, y avanzamos entre dos paredes rocosas verticales que sólo dejaban ver una franja de cielo. La vegetación, del verde más intenso, trepaba milagrosamente por las rocas de basalto puro.
Nuku Hiva, Islas Marquesas. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
Un rato después llegamos al final de un cañón sin salida. ¿Y la cascada? Había una poza de agua fresca a la que, completamente feliz, me lancé con la avidez del náufrago. La atravesé a nado, trepé por unas rocas y penetré en la parte final, la más estrecha del desfiladero, de apenas un par de metros de anchura y que es el lugar exacto por donde cae la cascada. Pero casi no llega agua. Después de 350 metros de caída, el agua se ha pulverizado y sólo había una neblina fina flotando entre los farallones.
P.D. Por razones de espacio, el relato de esta excursión por la parte occidental de Niku Hiva no pudo entrar en el artículo de la revista Altaïr, donde sí describo mi particular descubrimiento de la isla.