Ile des Moines, Morbihan. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
La búsqueda de los restos megalíticos de Morbihan, de la visión de lo milenario, me lleva también a las islas. Algunas están en medio del golfo —se dice que hay 365, una por cada día del año, y son la cima de antiguas colinas que se hundieron en el mar— y otras en el océano.
Hay barcos que recorren este “Pequeño Mar” en todas direcciones, pero me interesan fundamentalmente dos islas, la de los Monjes y la de Gavrinis. La de los Monjes —Île des Moines— es la más grande. Desembarco en Port du Lerio, alquilo una bicicleta y me pierdo por sus senderos flanqueados de mimosas, camelias e higueras. Al norte, en la punta de Trec’h, hay un calvario, uno de esos recargados cruceros bretones plagados de leyendas. Pero sigo hacia Kergonan, con sus 24 megalitos formando un círculo en un bosquete. Más al sur, los dólmenes de Pen Hap y de Nioul son otros recuerdos de un tiempo perdido.
Continúo el itinerario tras la pista de estas piedras cargadas de emoción y misterio en la isla de Gavrinis, con uno de los monumentos megalíticos más importantes de todo el mundo, un dolmen levantado hace más de 5.000 años. Hay que recorrer un corredor de 14 metros que lleva a una cámara pequeña pero deslumbrante. De repente se descubre que casi todos los pilares están decorados. Hay espirales, círculos, líneas sinuosas talladas penosamente sobre el granito. Lo más sorprendente es que la losa que cubre la cámara es un fragmento de una gran estela decorada. Las otras partes se encuentran, utilizadas igualmente de nuevo en otros monumentos, en la Table des Marchands y en el túmulo de Er Grah en Locmariaquer. Las figuras grabadas coinciden perfectamente. Ello significa que esta losa fue transportada más de cuatro kilómetros por un paso que ahora se encuentra sumergido en el golfo. Hace más de cinco milenios.
Costa de Quiberon, Morbihan. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
Pero hay restos de esta historia perdida en el tiempo también en las islas más alejadas. Belle-Île-en-Mer es la más grande de todas y, como todo pedazo de esta tierra, está plagada de leyendas. Una dice que es un resto de la Atlántida. Para embarcarme recorro la península de Quiberon por su costa oeste, abierta al océano. Es un litoral batido por todos los vientos, de una belleza salvaje. Hay precipicios, playas anchas en bajamar, la pureza de un paisaje solitario.
Belle-Île, Morbihan. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
Del puerto de Quiberon salen los barcos hacia Belle-Île. Una travesía corta que enfila hacia la entrada del puerto de Le Palais. A la derecha, una fortaleza diseñada por Vauban en el siglo XVII, a la izquierda, las casas de colores de la ciudad. Luego, toda la isla. Por Bangor busco los paisajes pintados por Claude Monet, cerca de los roquedales de Kervilahouen. De camino a Sauzon encuentro dos menhires, solitarios, surgiendo de la tierra como dos árboles de piedra. Luego llego a la punta de Poulains, habitada por el recuerdo de Sarah Bernhardt. Todo, la carretera, la isla, casi el mundo, termina en un faro sobre un peñasco que se adentra en el mar. Las olas baten contra el precipicio. Aquí, como en todo Morbihan, el paisaje tiene la misma presencia, eterna y cambiante, de la piedra y el agua.
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