La isla de Henrik, en Islas Aland, Finlandia. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
A finales de junio... justo en el comienzo del verano. Cuando los días son más largos y parece que nunca tendrán fin. Cuando está lo mejor del verano y todavía queda lo mejor de la primavera.
Me gusta el verano de los países nórdicos. Aunque sea muy corto: agosto ya es final de temporada y la tierra se prepara para los fríos que acechan.
Sí, en estos países el verano es corto y la naturaleza lo sabe. Por eso tiene que hacer, en muy poco tiempo, lo que en otras latitudes puede demorarse durante meses. Siempre que he ido en verano al norte de Europa he tenido la sensación de que la naturaleza bulle más que en otros lugares, que todo está concentrado. Las flores, los frutos, son cosas pequeñas, pero de colores y sabores intensos. El verano nórdico debe de pensar “hay que vivir deprisa, que esto se acaba pronto”.
Hay algo de pagano en la admiración por esta naturaleza, por esta vida que corre ajena al ser humano.
El otro día tomé un barco en Helsinki y viajé toda la noche hasta Mariehamn, la capital de las islas Aland. Desde allí continué por carretera hasta Hummelvik, en la isla de Vardö (con un tramo con el autobús dentro de un transbordador) donde salté a otro ferry rumbo a Enklingei.
En Enklinge conocí a Henrik, que dirige un pequeño alojamiento en una islita cercana. Me llevó a conocer Enklinge y luego, por la tarde, me propuso enseñarme la isla que se compró hace unos años.
La isla de Henrik, en Islas Aland, Finlandia. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
Fuimos a la isla. Es de esas que puedes dar la vuelta en 15 minutos caminando despacio. Así que caminamos un rato, pero fundamentalmente hablamos y contemplamos el horizonte. Quiero decir que habló él, contándome historias de su vida y de la vida en esta región. Yo callaba y escuchaba.
Como estábamos en verano, le pregunté por el invierno.
—Ah, me dijo, el invierno es completamente diferente. Algunas veces he venido conduciendo a la isla. Sí, con mi coche. El mar está helado y puedes venir perfectamente. Conducir por el mar helado en noches de luna llena es fantástico. Alguna vez te encuentras grietas entre las placas de hielo, pero si no son muy anchas puedes pasar.
Luego preparó un café de puchero y sacó una tarta de ruibarbo que había preparado su hija, una vikinga rubia más alta que yo. Y la tarta no era ni de pera ni de manzana, sino de ruibarbo. A mí el ruibarbo me suena a druidas, a pueblos antiguos, a marmita con pócima, a ritos paganos.
Tarta de ruibarbo de la hija de Henrik, en Islas Aland, Finlandia. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
Sí, había algo de pagano en mi admiración por esta naturaleza, por esta vida que corre perfecta y saludablemente ajena a las ciudades y sus cosas.