No sé cómo sería hace siglos, cuando se cruzaba el Atlántico en barco de vela y se pasaban varias semanas dentro de la inmensidad del océano. Ahora es cuestión de pocas horas, pero todavía da gusto divisar algo y gritar "tierra a la vista".
Acabo de cruzar una vez más el Atlántico y me he pasado buena parte del viaje mirando por la ventanilla. Y después de horas y horas de sobrevolar sobre el vacío azul del océano aparecieron unos islotes flotando en un agua de color paradisiaco. Creo que pertenecen a Turcos y Caicos.
Luego seguimos volando, y al cabo del tiempo divisé la costa de Centroamérica. Apareció claramente el cabo que señala las reservas de Punta Gorda y Cerro Silva en Nicaragua. Parecía qué el bosque tropical llegaba hasta la misma orilla. Seguimos sobrevolando, ahora un mar de nubes, y unos diez minutos después el avión giró hacia el sur para enfilar hacia San José y distinguí perfectamente el golfo y la península de Nicoya, ya en el Pacífico. Habíamos cruzado Costa Rica de costa a costa en un suspiro.
Habíamos llegado a nuestro destinó. Once horas de Madrid a San José. Disfrutando del espectáculo único de una ventanilla de avión.