|
Cementerio andino, Salta, Argentina. Foto: Ángel m. Bermejo (c) |
Estos días de principios de noviembre se dedican en el mundo
católico a recordar a los difuntos. Como sí hiciera falta una fecha
concreta para que recordemos a nuestros muertos, que pueden estar más
presentes en nuestro día a día que muchos de los vivos que nos rodean.
Hay quien dice que conviene visitar los cementerios de las ciudades
a las que se llega, porque la forma de tratar a los muertos dice mucho
de una sociedad. Esos detalles resultan evidentes de un solo golpe, lo
que resulta muy cómodo e instructivo. Es una teoría.
Uno visita cementerios en los lugares por los que pasa porque va en
busca de la tumba de un personaje que le atrae por algún motivo, porque
le han dicho que tiene un interés especial, o porque se los encuentra
sin querer.
Este año, al recorrer el noroeste de Argentina, los iba viendo
desde la carretera. Aunque estuvieran alejados, destacaban en medio del
paisaje áspero y hermoso de los Andes. A veces se veía el cementerio
pero no el pueblo.
En una ocasión paramos para fotografiar un cementerio desde la
distancia. Un río nos impedía acercarnos a él. Allí estaban las tumbas,
apretadas en una ladera, como si no hubiera sitio para estar más anchos a
pesar de estar rodeadas de soledad.
Al verlo se me ocurrió que ese cementerio encajaría bien en un
nacimiento. Si, ya sé que un cementerio es lo más opuesto posible a un
nacimiento, pero igual que está el pesebre, y se ponen ríos, puentes,
casas, montañas y hay pastores, reyes magos, camellos, burra, buey,
ovejas y hasta personajes escatológicos, también debería haber un
cementerio. Tal vez al fondo, en segundo o tercer plano, para
recordarnos a todos la naturalidad de los cementerios.
Si yo diseñara un cementerio de nacimiento me inspiraría en ése que vi desde la distancia en un valle de los Andes argentinos.