El año pasado no pude resistirme y, para leer en un vuelo
nocturno a Buenos Aires, me llevé Vuelo
nocturno de Antoine de
Saint-Exupéry.
El caso es que el vuelo fue uno de esas ocasiones especiales
en las que al embarcar te cambian el billete y te dan un asiento en la clase business, por lo que te enfrentas a una
travesía del Atlántico en unas condiciones especiales que te hacen vivir cada
minuto. Una noche como no la hay casi
nunca, como sólo la vivirás (con suerte) unas pocas veces en toda tu vida.
Así que, después de cenar, cuando se apagan las luces de la
cabina y casi todos los pasajeros se preparan para dormir —qué raro que pierdan
una noche así—, te arrellanas en el asiento, enciendes la luz de lectura, pides
una copa de algo y te engolfas en el libro, como un barco que se adentra en el
océano y pierde de vista la orilla.
La verdad es que con toda estas comodidades este vuelo
nocturno tiene poco que ver con el de la novela de Saint-Exupéry. Los
protagonistas de sus páginas son los pilotos de la primera época —la heroica—
de la aviación, esos tiempos en los que la epopeya debía tomarse con
naturalidad para poder ser tolerada.
Y vuelas sobre el océano hacia Buenos Aires y lees las
historias de los pilotos que llevaban el correo desde la Patagonia a Buenos
Aires volando sobre estepas “más deshabitadas que el mar”. Historias en las que
hay valor, pero sobre todo acción. Una
acción que no conduce a ningún éxito definitivo, sólo a llegar con vida y con
el correo a un aeropuerto, antes de enfrentarse a los mismos peligros pocas
horas después.
En Vuelo nocturno
hay una historia de esos tiempos que se ven muy lejanos cuando se te acerca una
azafata y te pregunta si quieres algo más de tomar. Una historia de esos
tiempos en los que los pilotos debían apretar con fuerza los mandos del aparato
para poder controlarlos y volaban de noche casi como ciegos que caminan solos por
el campo. Una historia en la que se piensa en la muerte sin mencionarla. Una
historia de personajes que dicen palabrotas, que sienten la noche —“¡Que se pierda una noche así!”—, las
estrellas y la tormenta. Una historia de personajes que, como decía el propio
Saint-Exupéry en otro sitio, cruzan los brazos sobre sus camisas desabrochadas
y respiran fuerte.
Bueno, también están las casas que se sobrevuelan y cuyas
luces encendidas son como estrellas para los pilotos. También está Buenos
Aires, y las mujeres de algunos pilotos, y las casas vacías de otros.
Eso sí, a medida que avanzaba en las páginas la acción se
complicaba y la noche —en la novela– se hacía difícil de vencer.
Y por eso da mucho gusto llegar a la ciudad, de noche, pocas
horas antes de que anochezca, para luego recorrer una Buenos Aires de calles vacías
camino del hotel pensando que las luces de las farolas son como estrellas para
cualquiera que vuele en ese momento sobre nuestras cabezas.
P.D. En realidad, no puedo recomendar (en general) que se lea esta novela
en un avión. No voy a destripar el final, sólo puedo decir que en un momento la
cosa se pone fea.
Gracias a tu publicación tendré en cuenta no leerme ese libro nunca en un avión. Por lo que cuentas suena interesante para leerlo pero poniendo los dos piés firmes sobre la tierra.
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