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Cementerio en los Andes, noroeste Argentina. Foto: Ángel M. Bermejo (c) |
Estábamos en el noroeste
de Argentina. Esa mañana salimos de Salta y emprendimos el camino hacia las
alturas de los Andes. Seguíamos el
mismo camino del Tren a las Nubes y en un momento paramos porque habíamos visto
un cementerio a poca distancia. Bajamos e intentamos llegar a él, pero se
encontraba al otro lado de un río. No pudimos acercarnos más. Desde la distancia
me pareció un cementerio de nacimiento.
Seguimos ascendiendo hacia las nubes. Pasamos por San
Antonio de los Cobres y entramos en la provincia de Jujuy. Toda esta zona es de
una inmensa vastedad, donde el horizonte es lejano bajo un cielo que puede
herir con su brillo. Íbamos en busca de un salar, de un mar de sal en las
soledades de las montañas.
Y, en el camino, donde no había nada, apareció otro
cementerio coronando una loma. A una cierta distancia, al pie de otra loma, se
distinguía un pueblecito: una iglesia blanca y unas pocas casas.
En este lugar en el que sobraba el espacio, donde das la
vuelta para mirar a tu alrededor y te parece que giras mucho más de 360 grados,
donde todo está vacío, allí estaban las tumbas arracimadas. Sobraba sitio hasta
en el propio cementerio. Pero parecía que los muertos querían estar todos en un
buen lugar, arriba del todo, cerca del cielo. Con buena vista.
Georges Brassens decía en una canción que quería ser
enterrado en la playa de Sête porque así tendría la sensación de pasar la
muerte de vacaciones. Aquí, en el cementerio de esta aldea de los Andes
argentinos, una aldea de la que nunca supe el nombre, todos querían pasar la
muerte asomados a un paisaje de una belleza que encoge el corazón. Un lugar en
el que el Sol te hace lagrimear. Hace frío, y entonces sientes las lágrimas
calientes. Es el calor de tus difuntos a los que recuerdas.